En el pequeño pueblo de Concepción de Ataco, El Salvador, al menos cuatro familias han hecho del cementerio local su hogar durante los últimos 25 años. La convivencia entre vivos y muertos es una realidad cotidiana para estos residentes, quienes han aprendido a adaptar sus vidas en un entorno que muchos considerarían inquietante.

Ana Marta, una de las residentes, vive cerca de una tumba que data de hace más de dos décadas. El difunto, un ex policía, permanece en la sepultura junto a ella. Aunque las primeras noches fueron difíciles para ella, ahora se ha acostumbrado a su vecino inusual. Vanessa, otra residente, se encarga diariamente de mantener las tumbas de tres desconocidos, un acto que considera parte de su rutina.

Margarita, quien ha vivido en el cementerio por años, utiliza las tumbas y mausoleos para tender su ropa, y sus hijos juegan entre las cruces durante el día. Sin embargo, al caer la noche, todos se encierran en sus casas para evitar molestar a los espíritus. “Durante el día, todo está tranquilo, pero cuando oscurece, las almas en pena parecen activarse,” relata una residente.

Los relatos de encuentros con lo paranormal son comunes. Los esposos Ramos, por ejemplo, afirman haber visto espectros vestidos de negro con sombreros blancos, mientras otros mencionan ruidos inexplicables y presencias misteriosas. Para protegerse, las familias realizan rituales como rezar a San Miguel Arcángel y rociar agua bendita. También colocan plantas de ruda alrededor de sus hogares, creyendo que estas tienen poderes esotéricos para mantener alejadas las energías negativas.

A pesar de las experiencias inquietantes, los residentes están decididos a continuar viviendo en el cementerio hasta que las autoridades los reubiquen o les permitan encontrar una solución que no perturbe el descanso de los difuntos. La vida en este campo santo es un testimonio de la adaptabilidad y la resistencia de quienes buscan un lugar para vivir, incluso en los escenarios más inusuales.